Poco antes de la disolución de la Unión Soviética, Estados Unidos se comprometió a no admitir repúblicas ex soviéticas en el seno de la OTAN. Y lo que sucedió a partir de 2004 fue exactamente lo contrario. Alexander Latsa pasa en revista esa historia, la continuidad de las prácticas estadounidenses desde hace 11 años y el carácter ya inevitable de una nueva guerra fría.
En medio del glacial invierno ruso de 1990, el extremadamente republicano y también tremendamente texano secretario de Estado estadounidense James Baker hizo en Moscú una sorprendente promesa.
Durante una conversación con Mijaíl Gorbatchov en el Kremlin, James Baker juró con la mano sobre el corazón que la OTAN no se extendería hacia el este si Moscú aceptaba que la Alemania reunificada se integrara a la alianza atlántica.
A mayor escala, aquello quería decir que los «occidentales» no tratarían de aprovecharse de la disolución del Pacto de Varsovia y de la retirada de las tropas soviéticas de Europa central. El ministro alemán de Relaciones Exteriores confirmó aquella promesa a su homólogo soviético Eduard Chevardnadze.
Posteriormente, el propio presidente Bill Clinton contó en un libro de su autoría que en 1997 Boris Yeltsin le había pedido que limitara toda eventual expansión de la OTAN a los ex miembros del Pacto de Varsovia pero que excluyera a los républicas de la antigua Unión Soviética, como los países bálticos y Ucrania. Continue reading