Desde el fin de la URSS, uno de los mitos fundadores de la política exterior euro-estadounidense hacia Rusia está basado en la situación existente en el Cáucaso. A partir de 1994, el Estado ruso enfrenta allí una rebelión armada que reclama la independencia y que recurre rápidamente a importantes fuerzas de mercenarios extranjeros para emprender la supuesta guerra de independencia de Chechenia. El conflicto se transformará rápidamente en una guerra religiosa, esencialmente bajo la presión de los mercenarios islamistas que tratarán de extender el conflicto a todo el Cáucaso para instaurar allí un califato regional.
Desde el comienzo mismo de las operaciones militares rusas tendientes a restablecer el orden en el Cáucaso y a impedir el desmembramiento del país ante el empuje de una ayuda exterior, Rusia tuvo que enfrentar también una presión mediática, moral y política sin precedentes. Los grandes medios de la prensa occidental nunca dejaron de presentar a los combatientes islamistas del Cáucaso como freedom fighters [luchadores por la libertad] que se batían por una hipotética independencia o por la preservación de culturas amenazadas –culturas que, como podemos comprobar ya en 2013 (o sea, muchos años después) nunca estuvieron en peligro. Rusia, que está enfrentando el terrorismo de la internacional yihadista y de sus patrocinadores extranjeros –los países del Golfo, Turquía y varias potencias occidentales– casi nunca obtuvo en ese combate la compasión ni el apoyo de los países occidentales.
En esa presión en contra de Rusia, Estados Unidos tiene una responsabilidad muy importante debido a su condición de líder económico, político y moral de los países occidentales. Un ejemplo de ello es que el Departamento de Estado parece haberse estado entre los fundadores del principal sitio web de propaganda antirrusa del Cáucaso –sitio que asume la defensa de terroristas como Doku Umarov (cuyo movimiento está clasificado por la ONU como terrorista) y que justifica los atentados contra el Estado ruso. Eric Draitser recordaba recientemente que numerosas ONGs operan en el Cáucaso a través de un respaldo financiero directo de Estados Unidos y que apoyan oficialmente el separatismo en esa región, convirtiéndose así indirectamente (¿e involuntariamente?) en cómplices de los terroristas que operan en esa región del mundo.
En el caso de Boston se ha hablado mucho, claro está, de los dos hermanos Tsarnaiev y la prensa acaba de revelar que Rusia había solicitado al FBI que investigara a uno de ellos. La madre asegura incluso que estaban bajo estrecha vigilancia de los servicios estadounidenses.
Es por lo tanto sorprendente que nuestros comentaristas nacionales [en Rusia], siempre tan dispuestos acusar al FSB de todos los complots posibles e imaginables cuando se producen atentados en Rusia, no hablen de teorías similares cuando se trata de analizar la situación en Estados Unidos.
Faltando ya sólo un año para la celebración de los Juegos Olímpicos en Sochi, la situación en el Cáucaso parece mucho más tranquila de lo que se había pensado, incluso a pesar de la inestabilidad que aún subsiste en Daguestán. Es en ese contexto que los atentados de Boston constituyen, sin duda, el mayor favor que los terroristas podían hacerle a Rusia. En el espacio de unos pocos días, la situación se ha modificado de forma tal que los terroristas del Cáucaso han dejado de ser presentados, y ya no lo serán probablemente nunca más en lo adelante, como luchadores por la libertad y están siendo identificados ahora como los criminales que realmente son.
Mientras tanto, el FBI ya está en busca de las posibles pistas que pudieran indicar si los hermanos Tsarnaiev tenían o no algún tipo de contacto con el ya mencionado emir del Cáucaso Doku Umarov, lo cual –de resultar cierto– confirmaría totalmente las afirmaciones y, por lo tanto, la posición de Rusia sobre el Cáucaso.
Pero es indudable que no basta con un cambio lexical. Ese cambio debería venir acompañado con un cambio de política ya que, mientras los ciudadanos estadounidenses lloran a sus familiares y amigos muertos o lesionados, el Departamento de Estado está anunciando el aumento de la ayuda militar estadounidense a la rebelión siria, cuyos elementos más radicales acaban a su vez de difundir un video destinado al presidente Obama recordándole que todos ellos se consideran, cada uno individualmente, un «Osama ben Laden».
El profesor Aymeric Chauprade recuerda que «el Estado profundo estadounidense es aliado del islamismo desde los años 1970 y lo ha respaldado y utilizado allí donde le ha sido posible hacerlo para desestabilizar a Europa, Rusia y China… En los años 1990, la CIA apoya el islamismo checheno y los musulmanes más radicales en el Cáucaso, como mismo apoya a los yihadistas en Bosnia, en Kosovo, en Libia, en el Sahel y en Siria». Recuerda además que «A principios de los años 2000 Dzhokhar y Tamerlán [Tsarnaev] fueron acogidos con los brazos abiertos como refugiados políticos en Estados Unidos. [En esa época, los estadounidenses] se extasían con aquellos amables inmigrantes que quieren convertirse en buenos “americanos”. Y les conceden becas».
Cuánto nos gustaría que los estrategas estadounidenses sacaran hoy las enseñanzas correctas de todo esto. Como sugiere Gordon Hahn, experto del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales: «Aún si el atentado de Boston no estuviese vinculado a la región , ha llegado el momento de fortalecer la cooperación con Rusia y de escuchar a Putin.»
El pueblo estadounidense acaba de descubrir, en muy pequeña escala, lo que los sirios están viviendo día a día desde hace casi 2 años y lo que los rusos vienen sufriendo desde finales de los años 1990. Extrañamente (?), los actores que más han contribuido a la guerra en contra del Estado ruso y que más han facilitado la islamización del Cáucaso (ayudando por lo tanto indirectamente a incrementar el terrorismo) son los mismos que ahora encabezan la lucha contra el Estado sirio.
Y la guerra en Siria puede y debe, por demás, provocar una explosión del terrorismo en numerosos países si los individuos de más de 50 nacionalidades, que ya han pasado a la categoría de combatientes, deciden regresar a sus países de origen o de adopción, como Francia, para expandir allí la yihad.
Las víctimas civiles –sean estadounidenses, rusas o sirias– son todas víctimas de una misma plaga y de una política exterior incoherente de doble rasero, que no sólo impide el establecimiento de relaciones internacionales sanas sino que además favorece directamente la proliferación del terrorismo.